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Tengo noticias de que
algunos lectores de mi
libro Caignet, el más
humano de los autores,
se sorprendieron por
aspectos de esta
persona-personaje cuya
memoria aún guarda zonas
poco exploradas. Sus
pasos iniciales se
conocen por algunos
boleros y por el pregón
“Frutas del Caney”, que
con la celeridad que
pronto caracterizó a los
medios masivos de
comunicación, se hizo
célebre en las voces del
Trío Matamoros. Su
criolla “Te odio” saltó
a la fama internacional
cuando lo grabó Bing
Crosby, y pronto se
convirtió en el símbolo
de “lo bolerístico”, una
batalla de sexos y de
sentimientos aprisionada
en versos, síntesis en
fecha muy temprana de
una urdimbre cuya
paranoica complejidad
más se asumía que se
pensaba: no puedo, /
vida mía, explicarte /
cómo es que te odio, /
te quiero y te adoro y
padezco por ti. [...]
¡me ciegan los celos! /
Quisiera matarte / y
besarte a la vez.
Tarareamos sin meditar
el sinsentido, llevados
por la melodía como
tantos disparates que el
mundo de la canción
impone, a veces por la
obligada rima, otras por
caprichos de letristas
que no disponen de
textos buenos o de ideas
coherentes. Muy pronto
supo Caignet que en la
poesía y en la canción
entraban amores no
vividos sino concebidos
para el consumo. En eso
fue un maestro, sobre
todo cuando entró al
mundo de la radio e
impuso la figura de un
locutor tan atribulado
como los sollozantes
personajes, y le dio un
viraje radical a lo que
antes se conocía como
radioteatro y gracias a
él resultó radionovela.
El cambio genérico no
fue sencillo ni de poca
trascendencia, pues las
posibilidades del
narrador sacaban la
escena de los lugares
cerrados —el salón
central de la casa, por
ejemplo— hacia sitios
impensados, escenarios
de novedosa fantasía y
una libertad que ya no
conocería fronteras. La
trayectoria de este
guionista de nuevo tipo
es conocida, su
protagonismo en
definitorias aventuras
radiofónicas, los
drásticos movimientos
que provocó en las
transacciones económicas
de la llamada “guerra
del aire” entre la RHC
de Amado Trinidad
Velasco y la CMQ de Goar
Mestre, al pasarse con
armas y bagaje de una
emisora a su
competencia, los
libretos de El
derecho de nacer
bajo el brazo y la
radioaudiencia en el
bolsillo.
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Otros episodios del
impredecible Caignet
despertaron el interés
de mis lectores,
aspectos que no se
habían divulgado. Desde
muy joven no se conformó
al quietismo provinciano
y decidió remover las
páginas de los diarios
de Santiago de Cuba y
sus trasmisiones
radiales para niños,
donde se presentaba como
un hombre orquesta:
escritor, narrador,
actor, sonidista y
director. Hablo de los
episodios de “Chelín,
Bebita y el enanito
Coliflor”, que convirtió
en programa estelar de
las emisoras y, también,
en cómic de las páginas
ilustradas. Se ha
narrado su desenfado al
iniciar desde Santiago
de Cuba una peculiar
correspondencia con
Enrico Caruso, al punto
que el tenor lo invitó
para tenerlo cerca
durante su estancia
habanera, un relato que
valdrá la pena
refrescar. Pero algo que
se desconocía y pude
llevar a la página como
asunto inédito, fue su
aventura como “promotor
cultural”, calificativo
raro e impreciso donde
los haya, desconocido en
la época en que ejerció
y la dimensión que logró
darle. Ocurrió antes de
su primer exitazo
historiado, las
aventuras del detective
chinocubano Chan Li
Po (1934), que por
más de una década
conmocionaron la radio
santiaguera, la
nacional —como se
decía y continúa
diciéndose—, se
extendieron a varios
países latinoamericanos
y generaron la primera
película sonora de
nuestra cinematografía,
La Serpiente Roja
(1937), otra experiencia
que debemos recordar.
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Caignet viajaba con
frecuencia a La Habana,
donde creó vínculos que
no le permitía el
estrecho ambiente
provinciano, aunque
comprendió que todavía
no estaba preparado para
la mudada definitiva.
Antes debía cumplir los
rigores de quien se
buscaba o se construía a
sí mismo, atento a las
tendencias del momento.
Eran años de movimientos
zigzagueantes por los
periódicos santiagueros:
la crónica social, la
estampa de época, las
secciones de cine y de
humor en el Diario de
Cuba, donde inició
la mencionada serie de
cuentos y dibujos para
niños. El Fígaro
publicó su poema
“Serenata” y una pieza
suya incluyeron en la
sección de cuentos de la
revista Bohemia.
Tanta actividad indicaba
su afán por sobresalir,
al tiempo que con
seudónimos enmascaraba a
un hombre solitario,
para quien el trabajo
era, quizá, la única
compañía en un entorno
donde él resulta
demasiado diferente.
Tras un breve periodo
como dependiente en la
librería El Lápiz Rojo,
pasó a propagandizar
películas y a organizar
actividades sociales en
las salas
cinematográficas Cuba y
Aguilera, que alternaban
sus exhibiciones con
espectáculos de
variedades. Por su
sentido de
responsabilidad lo
asciendieron a
administrador del cine
Cuba, sin abandonar la
publicidad de ambos
establecimientos. Pero
era un trabajo rutinario
y lo amenizó con una
publicación más
ambiciosa que un simple
programa. Consiguió
anunciantes locales para
darle carácter de
revista. La tituló
Aguilera, para
justificar su impresión
nombrándola como uno de
los cines que le
confiaban la promoción.
El primer número salió
el 13 de febrero de
1921.
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Aguilera
debía responder a su
carácter de programa
cinematográfico, pero Caignet
tenía otras ambiciones.
Su hermana Adela,
profesora, escribía la
sección “Cartas
femeninas”. No
especificaba otros
redactores o
periodistas, pues en
esto se repetía como
hombre orquesta. Cada
ejemplar llevaba la foto
de una modelo pegada en
la carátula de papel
grueso. Dentro,
adornadas viñetas y
corondeles. El proyecto
se explicitaba en un
texto introductorio, ya
tocado por la ampulosa
verba de
Caignet:
Señoras y señoritas...
Con un coup de
chapeau,
reverentemente, como lo
merecen vuestra
distinción y vuestra
hermosura, la revista
Aguilera os saluda.
Va en este saludo toda
la esencia de nuestras
simpatías.
Para vosotras ha surgido
esta publicación... Para
vosotras que tanto
merecéis seguirá
publicándose todos los
domingos...
Y si conseguimos que al
leer nuestras páginas
florezca en vuestros
labios el inmenso
hechizo de una sonrisa
de complacencia,
estaremos satisfechos.
Tal sonrisa significará
la conquista de nuestra
única aspiración...
¿Sonreír?1
Los textos de
Aguilera eran
persuasivos, casi
pedagógicos, con normas
de urbanidad, recetas de
cocina, informaciones
sobre la moda y un
caudal de frivolidades.
Abundaban fotos de
ensombreradas hijas de
la burguesía local
que acudían al
teatro como a un club
exclusivo y merecían la
crónica social
“Concurrencia
distinguida”. En cada
número, junto a la
programación del
circuito cinematográfico
Aguilera-Vista Alegre,
dos páginas cubría con
anuncios pagados por
farmacéuticos, abogados
y médicos, evidencia de
la pujante burguesía o
la clase media de la
ciudad. Se comprende que
la revista se insertaba
en sectores que
aspiraban a cierta
distinción, con
imprescindibles reglas
sobre el comportamiento
en los salones, el
comportamiento correcto
en la mesa, la
colocación de los
cubiertos y servilletas
y otros consejos.
Caignet
se las ofrecía en un
diseño ordenado y
sencillo, con toques
juveniles.
Era la primera aventura
intelectual de un
artista en ciernes, que
ya demarcaba su interés
por las torceduras
arbóreas, las ánforas de
sinuosas voluptuosidades
y el tamizado erotismo
del art nouveau,
al tiempo que entregaba
joyas literarias de un
decadentismo explícito.
Halló colaboradores que
validaban esa actitud,
diferenciada del pueblo
llano. Reproducía textos
de José Enrique
Rodó,
los hermanos Serafín y
Joaquín
Álvarez
Quintero,
Blanco
Fombona, Azorín,
Julio
Herrera
y Reissig, Rafael
Esténger,
Andrés
Núñez
Olano, Eduardo
Zamacois,
Paul de
Saint-Victor,
Ligia de Orbigny,
F. H.
Lorié
Bertot, Pablo
Mantegaza,
Miguel de
Unamuno.
Rendía culto a las
penumbras rítmicas de
José Asunción
Silva,
las extravagancias de
Gabriel
D‘Annuncio,
las rimas de Gustavo
Adolfo
Bécquer
y la voluptuosa prosa de
José María
Vargas
Vila. Proponía un
espacio que afirmaba la
sensibilidad romántica o
neorromántica, donde
asomaba el raro placer
de una melancolía tenida
como valedora del
énfasis poético. Y a las
páginas de Aguilera
acudían colaboraciones
del patio donde los
talentos inquietos
estrenaban y expandían
ansiedades de un
desasosiego
inexplicado. Lo
ejemplifica una de las
sorpresas que guardan
sus páginas: las rimas
dedicadas a Caignet por
un joven que sería un
historiador notable,
Fernando
Portuondo:
Siento que el fondo de
mi entraña inunda
el fragor de un volcán
deshecho en lava
que sube hasta mis
labios y rotunda
estalla en una carcajada
brava.
Es el fracaso enorme de
mi vida:
que el alma enferma y
decepcionada
sangró el dolor de su
profunda herida
en el sarcasmo de mi
carcajada.2
Caignet,
fanático del cine,
también lo era de su
farándula. Le resultaba
de gran utilidad una
colección de fotos,
recortes de prensa y
revistas sobre actores y
productores del entonces
villorrio “Hollywoodland”,
que sería la Meca del
cinematógrafo. Su oficio
de cronista asido a la
inmediatez los convertía
en materia combustible
de una contienda
profesional. Junto a la
programación
cinematográfica
Aguilera diseñaba
líneas de comportamiento
social y se acercaba a
la sentimentalidad, con
la convicción de que sus
lectoras arrastrarían a
novios, maridos y
hermanos, para que
apreciaran fragmentos de
civilización, mundos de
otros mundos. Mientras,
en serio y en broma les
proponía cánones reñidos
con las características
de la mujer cubana,
cuyos rasgos denotaban
un inocultable
mestizaje. Quizá las
lectoras no cumplían el
modelo que el futuro
narrador radiofónico
retomaría para describir
a sus personajes
femeninos, pero por el
momento acariciaban una
sensibilidad ávida de
elegancia,
diferenciación,
refinamiento, como la
cleptómana de bellas
fruslerías que
robaba por un goce de
estética emoción,
evocada en una canción
trovadoresca.
Nunca sabremos cuántas
páginas de Aguilera
se debieron a
colaboradores ciertos o
al propio Félix B.
Caignet,
inmerso en el vértigo de
la rapidez mecanográfica
para paliar el hastío
del ambiente
parroquiano. Escribía la
sección de cine
“Charlando con las
estrellas” o “Del mundo
de las sombras” bajo la
firma Miss Alice
Dudelzac, supuesta
periodista
norteamericana con
acceso a los corrillos
hollywoodenses.
Utilizaba ese seudónimo
en “De la pantalla”,
cuando ejercía como
cronista del periódico
El Sol. En 1924,
como reportero del
Diario de Cuba,
cubrió los festejos por
la instauración de la
soberanía de Santo
Domingo. Fue su primera
experiencia
internacional. En 1925
publicó en ese diario
“Las aventuras de Chilín
y Bebita en el país
azul”, firmadas como
Douglas Mc.Winter. La
empresa cigarrera Edén
le sugirió incluirlas
como propaganda de su
producto y cambió la
firma por El Mago del
Edén. Al enanito
Coliflor lo describió
“chiquito como un
cigarrillo Edén”, con
subrayada ductilidad
para complacer a los
patrocinadores, algo que
lo caracterizaría en su
expansión a emisoras
nacionales. En 1927 ya
se sintió más seguro y
firmó FBC, aunque en el
suplemento semanal del
Diario de Cuba
mantuvo las secciones
“Concurso de los
pecados”, “Pregunte lo
que quiera” y “Cartas de
amor” con la firma A. L. Kan Ford, propaganda
nada subliminal de un
fármaco muy socorrido.
Otros seudónimos
utilizados por Caignet:
Hugo de Pierce, alusión
al admirado refinamiento
francés, y para toques
de humor contó con Doña
To Masa y Miss. T. Riosa.3
En el caso de Miss Alice
Dudelzac no creó un
seudónimo, sino un
personaje, aunque sería
excesivo hablar aquí de
heterónimo. Las
historias firmadas por
la Dudelzac le permitían
ensayar cuanto luego
definirá su estilo
moroso, detallado, donde
predominaron la
recreación de los
ambientes y sorpresivos
cambios de ánimo de los
personajes. La
reportera, que se movía
con notable facilidad
entre Nueva York y
California, satisfacía
la ansiedad de Caignet
de mantenerse informado
sobre circunstancias
lejanas, recrearlas y
trasladar a la página
aspectos de su propia
personalidad. Por el
momento sus horizontes
literarios habían sido
crónicas y reportajes en
los periódicos
provinciales, y los
guiones de “Chilín,
Bebita y el enanito
Coliflor”,
pertenecientes a un
escenario imaginado pero
con referencias a
asuntos inmediatos. Le
resultó fácil armar un
instrumento como
Miss Alice Dudelzac, en
el ambiente de los
estudios hollywoodenses,
codeándose con técnicos
y artistas de Vitagraph,
Keystone, Fox, Triangle,
Universal y Paramount.
Pocos como Caignet
podían llenar aquellas
páginas con los
cotilleos faranduleros
sobre las hermanas Gish,
o Theda Bara
y su misterio de
presunta húngara, si
árabe, si asiática, para
esquivar el trasfondo de
aburrida normalidad como
Theodosia Goodman, hija
de un granjero de
Cincinnati. La
declararon vampiresa y
Caignet
siguió la pauta,
adherido desde la
distancia a los dictados
de la llamada Meca del
cine. Miss Dudelzac
entraba en cotos
cerrados y palacetes de
arquitectura retadora,
cada uno más fantasioso
porque llevaban la
fastuosidad de los
escenarios a la vida
cotidiana. Algunos
toques frívolos seducían
a los lectores con la
ilusión de acceder a un
entorno imaginado,
circunstancias
divertidas que los
instalaban en el
firmamento de las
estrellas. ¿No era
Hollywood una “fábrica
de sueños”?, pues sus
crónicas atenuaban la
soledad de Caignet
y desataban su
contaminante
imaginación.
Era yo entonces un
muchachito tímido,
retraído, melancólico ¡y
desaplicado! No pude ir
más allá de la enseñanza
primaria. Poco después
escribía poemitas que un
abogado fiscal oía con
benevolencia. Cuando
decidí trabajar en vez
de estudiar, ese fiscal
me dio empleo como
mecanógrafo. La máquina
de escribir fue para mí
una revelación.
Facilidad material para
escribir largo y
tendido. Dejé los
poemitas y empecé a
escribir cuartillas y
cuartillas. Cuentos,
novelas cortas, piezas
teatrales. Ingresé
entonces en la
empleomanía de la
Audiencia de Oriente y
en el periodismo. Hice
la crónica teatral y la
judicial de El
Derecho. Teatros,
tribunales y una sección
cinematográfica con el
seudónimo de Douglas Mac
Winter. Me lancé luego a
los grandes horizontes
literarios.4
Buen ejemplo de aquellas
crónicas fue el
encuentro con los
artistas más reclamados
en los primeros años 20.
Dudelzac paseaba con
“tres amigas jóvenes, en
busca de un rato de
charla espiritual al
aire libre”. Subrayo
charla espiritual
por su significación
directa: la
espiritualidad ausente
en la vida cotidiana
insular. Una de ellas
“leía a Longfellow en
voz alta, mientras
saboreábamos frutas”,
cuando “una racha de
viento nos trajo el
ruido lejano de la
bocina de un automóvil”.
La sorpresa se acentuó:
“de la concavidad del
camino surgió,
efectivamente, una
lujosa máquina Cuningham”,
en la que llegaron nadie
menos que Mary
Pickford,
Marjorie Daw
y Douglas
Fairbanks.
“Curiosamente se
clavaron en ellos
nuestras miradas;
tanto... con tal fijeza,
que en realidad pareció
ser la fuerza de nuestra
vista la que hizo
explotar una de las
gomas del automóvil.”5
Para narrar la historia
de Enid
Bennett
y su marido Fred
Niblo,
la reportera Dudelzac
recreó una concatenación
de casualidades que
empezaban en Nueva York
y se extendían a Beverly
Hills: nada menos que
una cabalgata sobre un
avestruz, como si fuera
algo que ocurre todos
los días.6
Novecientas nueve
palabras requirieron
Caignet-Dudelzac para
describir la intimidad
de sus entrevistados.
Se diría que los
introitos eran el relato
mismo, pertenecían a los
percances de su
personaje. Con Dudelzac
resultaron intrusos los
agradecidos lectores. ¿Y
las estrellas? Tan
parlanchinas en privado
como mudas en la
pantalla. Cuando le
sirvieron el té obviaron
los estereotipados
gestos del cine silente.
Para mostrar el feliz
matrimonio de Bryant
Washburn
con su esposa Mabel
Chidester
acudió a un ardid
parecido. Una tarde,
después de una breve
lluvia, Miss Dudelzac
iba “por la blanquecina
carretera que une en
estrecho abrazo a los
Ángeles y Hollywood, en
California”, conduciendo
sin esfuerzo “un pequeño
cabriolé del que tiraba
una jaquita amarilla”.
Aunque se cruzó con un
intenso tránsito de
carros multicolores “en
carrera vertiginosa,
como bestias espantadas,
y lanzando el alarido de
sus bocinas polífonas”,
ni la jaca ni ella se
sobresaltaron, tanto así
que la avispada
reportera cedió a un
sueño inexplicado, su
cabriolé se desvió del
camino y ella recuperó
la conciencia en un
paraje desconocido.
“Quedé rendida,
completamente dormida,
en plena carretera,
confiada al instinto y a
la inteligencia de la
jaquita dorada. No sé
cuanto tiempo anduve
así. Únicamente que
desperté asustada,
nerviosa, al estampido
horrible de una cercana
descarga eléctrica.” La
tormenta no asustó a los
lectores de Aguilera,
pues sabían que
seguiría un encuentro
con actores de cine,
como anunciaba el título
de la sección
periodística. En ese
relato aprenderían algo
más sobre sus ídolos,
gracias a la eficacia de
Caignet,
perdón, de Miss Dudelzac.
Se trataba de un
mecanismo reiterado,
como exigía la prensa
del corazón, sin mayores
sobresaltos, salvo la
incidencia de chismes
que anunciaban borrascas
y se disolvían en
sonrisas.7
Mucho sabía Dudelzac de
la más ingenua de las
ingenuas, Mary Pickford,
envuelta en blusas de
nevado encaje, o en
rústico gingham,
para las tonterías que
con enfermiza
delectación seguían los
gacetilleros de la
época. No le silenció su
matrimonio poco
rutilante con Owen
Moore,
pero se sumó al cántico
de su estrellato una vez
casada con Douglas
Fairbanks.
El chico perfecto para
la chica perfecta. Ella
de blanco virginal, él
exhibiendo una
masculinidad ejemplar y
la elasticidad que le
permitía ser hoy pirata,
mañana mosquetero.
Dudelzac atendía los
detalles del mobiliario,
la ropa, los peinados, y
ocultaba cosas tan
terrenales como el
dinero. Sus lectores
desconocerían que la
Pickford
no solamente era
millonaria, sino la
primera millonaria de
Hollywood. El año
anterior a su crónica,
junto a su marido
Fairbanks
y Charles
Chaplin
—muy cotizados, pero
menos que ella— habían
fundado la United
Artists, para filmes de
larga duración.
Caignet
no se inhibió de
inventarle a su
reportera una entrevista
con la actriz a quien
llamaban “la novia de
América”. La describió
tan ajustada al rol que
representaba en su vida
pública que la crónica
le salió como dictada
por los productores.
Allí me interesó una
parrafada descriptiva de
las que condimentaron el estilo Caignet:
Seguramente pensarías,
como pensaba yo, que
tenía que ser muy viva,
muy alegre, con una
constante florescencia
de risa en la boca...
Pero no, Mary Pickford no es así.
Tenía junto a mí a una
muchachita pálida, muy
pálida. Tan pálida como
un lirio. Con un reflejo
de tristeza en el mirar
hondo de sus ojos, que
tienen tonos suaves de
miosotis y de cielo. La
cabellera es áurea,
fina, apenas recogida en
la nuca. Una cabellera
preciosa... Quizá su
mayor encanto
personal... aunque digo
mal: su mayor encanto
está en la boca. Una de
esas bocas en forma de
corazón, que al reír,
parecen exhalar perfume
de alma... Muy delgada,
menudita, hace el mismo
efecto de una niñita que
para jugar a las
personas grandes, se
pusiera un traje de la
hermana mayor. Y su
voz... cómo es su voz...
preguntarás,
seguramente, lector
curioso... Y voy a
contestarte... Tiene la
voz un poquito ronca,
aunque ello no quiere
decir que ingrata al
oído. Su charla es
amabilísima, deliciosa.
Y al hablar es
característico en ella
mirarse las manos, con
la misma ingenuidad que
una colegiala tímida.8
Otra variante de los
textos publicados en
Aguilera fue el
canto a las virtudes y
bondades del entorno
campesino. Los
personajes de “Entre
palmares” desconocían el
confort y el lujo que
colmaban la sección
cinematográfica,
habitaban “un tosco
bohío de guano, parduzco
cual un nido y rodeado
de rústico jardín, donde
en desordenado tropel
florecían los girasoles
y las verbenas”. A pesar
de la pobreza, el
campesino de su relato
era feliz entonando “un
himno al trabajo”,
máxima aprendida de sus
padres y trasmitida a
sus hijas “en esa edad
florida en que se vive
en sueño, en que la
existencia no persigue
más que un ideal casi
nunca convertido en
realidad”. En una
síntesis que pugnaba con
su ansiedad
descriptivista,
Caignet
contó el drama de un
desencuentro amoroso y
el desenlace en un
guateque nupcial. A
favor de la ambientación
campesina, acudió a
símiles poco
aconsejables para
describir a la joven,
“ligera como una
mariposa de gasa”, con
“un alma toda ternura,
un oasis de cariño en el
desierto de su vida” y
temerosa de pronunciar
“palabras que hicieran
traición a sus
ensoñaciones de niña”.
Salpicó la historia con
la exaltación bucólica
predominante en los
decimistas cubanos,
deudores del criollismo
decimonónico y de
expresiones musicales
que cantaban a la
campiña con ingenua
condescendencia. Una
réplica de la
insoslayable pareja de
controversias campesinas
que conoció cuando
ejerció como promotor de
giras artísticas al
teatro Cuba.9
Del ejercicio en la
prensa del corazón,
recinto de chismes y
amenos deslumbramientos,
le quedó la tendencia a
la sensiblería y la
poesía fácil. Nada más
cercano a las futuras
radionovelas que sus
declaraciones, las vemos
como productos,
confección más que
escritura, elaboradas
con la premeditación que
su objetivo imponía.
Serían las páginas que
los enfáticos cuadros de
comedias de las
radioemisoras y las
empresas publicitarias
reiteraron ante los
micrófonos de esa Habana
entresoñada por
Caignet,
al fin rendida cuando
llegó a toda Cuba con
sus argumentos, en
estrecha identificación
con los poetas
neorrománticos, los
boleros rompecorazones y
los tangos quejumbrosos
que dominaban las horas
de trasmisiones.
Caignet
trabajaba en teatros y
centros sociales. Decía
sus versos y se atrevía
a cantar, incluso ponía
algunas notas en el
piano. Su creación
musical conocía una
arrancada feliz porque
algunas canciones se las
estrenaron artistas
destinados a lugares
cimeros en la
preferencia popular. A
Rita Montaner, la
gardeó sin embozo:
“¡Qué alegría me ha dado
la noticia de tu llegada
a Cuba! Hacía falta,
porque cuando estás
ausente parece que se ha
ido lo más jugoso y
sabroso de nuestro
cubanismo.”10
Estudió el panorama de
las radioemisoras
habaneras para hallar el
filón que le permitiría
sobresalir. Preparó sus
armas para la conquista
de la capital. Le
pareció idónea la
recitación, una pandemia
que asolaba las ondas
hertzianas con pasiones
mal avenidas, deliquios
de emoción, himnos,
borrascas de honor y de
celos. Como ensayo,
recitó en teatros y
emisoras locales, para
dominar su voz poco
dúctil y adquirir los
gestos precisos, una
retórica gestual tan
kitsch como la
auditiva, para enfatizar
las frases.
De entre los recitadores
cubanos destacaba
Eusebia
Cosme,
empeñada en darle acento
humano a un oficio que
tendía a la
grandilocuencia. Por
algún tiempo sería la
única defensora de una
naturalidad necesaria en
un terreno donde la
declamación era un
mausoleo de la palabra,
plaga a la que llamaban
singermanismo por
la maniática imitación
de la argentina Bertha Singerman,
mujer de voz y gestos
titánicos. El otro
renovador sería Luis Carbonell,
de excepcional talento
para unir la palabra, la
música y el gesto. Tanto
la Cosme como Carbonell
incluyeron estampas
costumbristas de Caignet
en sus repertorios. Y él
mismo, iniciado con sus
cuentos infantiles en el
programa “Buenas tardes,
muchachitos”, de
la CMKC, planta
santiaguera propiedad de
la sociedad teatral Grop
Catalunya. Imitó a los
cuenteros de su
infancia, en particular
a uno llamado El Chino,
que siempre recordó. Al
encarnar personajes,
Caignet
se descubrió
ventrílocuo, con la
naturalidad que atribuyó
a su talento de
compositor, periodista y
narrador, y con la
convicción de ser un
superdotado. Cuando le
cambió el nombre al
programa por “Chilín,
Bebita y el enanito
Coliflor”, le dió
un carácter episódico.
Había comprendido que la
serialización atrapaba
oyentes, primer indicio
definidor de su
posterior quehacer
radiofónico.
 |
En la década de los 30
los escenarios y la
radio obsequiaron un
éxito considerable a su
canción infantil “El
ratoncito Miguel”; junto
a “Te odio” y “Frutas
del Caney”, marcó su
paso por la música.
Estrenada en el teatro
Rialto de Santiago de
Cuba, la popularizó una
estación provincial en
1932, en plena lucha
contra la dictadura de
Gerardo
Machado.
(Luego la haría célebre
el dúo de Olga
Chorens
y Tony Álvarez.)
Una torcedura de sus
intenciones, o uno de
los tropiezos benéficos
que marcaron su
trayectoria, al
principio la canción
infantil fue tenida como
una alegoría de la
circunstancia política
bajo la dictadura
machadista. Su letra
dice:
La casa está
que horripila y mete
miedo de verdad
y usted verá
que hasta de hambre un
ratón se morirá.
No hay queso ya
y mucho menos una lasca
de jamón.
Vamos a ver
quién va a arrancarle a
Micifuz el corazón.
Pero al corearla, el
público cambia “la casa”
por “la cosa”, forma
popular para aludir a la
situación política: “la
cosa está que arde”. A
principios de 1933
incluyeron “El ratoncito
Miguel” en la gira de
una revista musical
donde Caignet
decía versos y otros
artistas cantaban.
Salieron del teatro
Martí, de Santiago de
Cuba, hasta el Gran
Teatro Principal de
Camagüey. En el momento
más enconado de la lucha
antimachadista nadie
desconoció la
identificación del gato
al que debían
“arrancarle el corazón”
y fue secreto a voces
que las recaudaciones
contribuían a la lucha
antidictatorial. Cuando
la compañía regresó a
Santiago de Cuba, la
policía encerró a Caignet
en el cuartel Moncada.
El público se manifestó
frente a la institución
penitenciaria. Al tercer
día de vigilia
consiguieron su
libertad, bajo la
promesa de que la
canción no sería
trasmitida por radio.
Luego quedó integrada al
folclore infantil
cubano, pero ya con “la
cosa” en lugar de “la
casa”. Fue la primera
ocasión en que "Caignet
Salomón, Félix Benjamín" Caignet
apreció la posibilidad
del respaldo popular...
y su posible
manipulación. Nunca
renegaría de aquel
episodio, aunque
fracasada la revolución
—aquella que “se fue a
bolina”—, pocas veces se
vinculó a los partidos y
los movimientos
políticos, por repulsa
al corrompido ejercicio
de “la cosa pública”.
El autor de “Te odio”
observó el cambio que
vivía la sociedad cubana
y propuso sus “poemas
negros en papel mulato”,
fáciles para llevarlos a
la radio. Años después
los reunió en el
poemario A golpe de
maracas.11
Quizá, con envidiable
sentido de la utilidad y
de la ocasión, concedió
poco valor a sus versos
románticos. Sería
aventurado afirmar que
intuyó su escasa
significación lírica,
que no sería un poeta de
trascendencia en la
historia literaria
cubana. En afán de
justicia debemos decir
que sin que sus piezas
afrocubanas fueran
perfectas, le sirvieron
para mostrar en clave
humorística la
discriminación de la
población negra y los
estragos de la extendida
pobreza, asuntos que
tocaron a los
mayoritarios
consumidores de la
programación
radiofónica.
 |
A la caída del dictador,
Caignet
sistematizó sus
colaboraciones en la
emisora santiaguera CMKD, cuna de
su serie Chan
Li Po, protagonizada
por un carismático
detective chino. Fue el
primer espectáculo de su
tipo originalmente
concebido para la radio.
Hasta entonces los
espacios “dramáticos”
eran teatro leído por
actores que en las
emisoras escapaban de la
crisis económica. En
aquellos programas la
función del presentador
se circunscribía a las
acotaciones. Caignet, en
cambio, introdujo un
narrador participativo,
integrado al conjunto de
los actores, tan actor
como ellos. Y se incluyó
él mismo en el reparto,
en roles de carácter
como el monstruo Talúa
que, como sucede con
“los malos”, se robó el
favor popular. Sumadas
la serialización y el
aprovechamiento del
suspense en los finales
de capítulos, una
novedad en los
espectáculos escritos
para la radio, las
emisiones santiagueras
de Chan Li Po
disfrutaron un año de
fanática audiencia. Pero
era poco para Caignet, quien
veía cercana la
posibilidad de
conquistar La Habana. Al
despedirse de su
provincia el 19 de mayo
de 1936, cerró el ciclo
del autorreconocimiento
y se lanzó a conquistar
el mundo con los
libretos de Chan Li
Po en la mano.
Sus primeros pasos
habaneros lo enrumbaron
a la producción
radiofónica conocida en
América Latina, similar
a la que en Europa
escapa de la conducción
gubernamental y queda en
un servicio directamente
publicitario, que
comenzaban a llamar
“industria del
entretenimiento”.
Predominaban la
programación musical, el
vodevil, la comedia
ligera y como apéndice,
la recitación. De
recitador, junto a la
promoción de sus
composiciones, halló
Caignet
una vía para capear el
temporal de la pobreza.
En cuanto a los
radioteatros cubanos y
su hija privilegiada, la
radionovela, podemos
coincidir con la
observación del analista
Pedro
Barea
sobre sus pariguales
hispanas:
Heredaron la tradición
de la novela por
entregas, sus recursos
de estilo, sus
subgéneros, [...] sus
modos de producción
cuasi industrial,
merodearon básicamente
en torno al mismo
público, calcaron
contenidos y explotaron
una creatividad de
alquiler mediante
escritores
especializados que,
trabajando a destajo,
alcanzarían la enorme
popularidad de sus obras
y tendrían —mientras
duró la época dorada del
serial— importantes
compensaciones
económicas. [...] La
expresión dramática en
radio —y los seriales
radiofónicos— acumularon
el mayor caudal de
recursos expresivos que
pueden darse juntos en
este medio. Con la
publicidad, el
radioteatro fue la forma
radiofónica más
vanguardista, más
experimentadora de entre
las que iban a ir
surgiendo en el medio.
Alimentó a otros
géneros, y aún está
presente [...] en el
conjunto de todos los
programas radiofónicos
actuales, si bien de
modo diluido. Y es que
el serial contenía
respuestas a todas las
preguntas. Era la
consolación de los
afligidos y el refugio
de los pecadores. Nada
mejor se ha inventado
con posterioridad, ni
siquiera los actuales
culebrones
estadounidenses y
latinoamericanos.12
La incipiente industria
cubana del
entretenimiento recibió
un impulso notable con
la caída de
Machado.
Hablan las fechas: fin
de la dictadura, 1933;
salida al aire de
Chan Li Po, 1934. La
programación radial se
caldeó con la rebatiña
de los “generales y
doctores” que signaron
la esfera política,
supervivientes de la
guerra de independencia
con afanes de caudillos
frente a complotados que
desean capitalizar en la
política convertida en
negocio. Pareada a la
industria azucarera, los
ciudadanos vieron esa
apropiación de la “arena
pública” como “segunda
zafra de Cuba”.
Entrampados en sus
redes, tanto los
magnates como los
simples “sargentos de
barrios” contribuyeron a
un declive de corrupción
que pronto desencantó a
todos. Aunque fracasada,
la llamada Revolución
del 30 abrió las
compuertas en esferas
dominadas por la
represión, sectores
sociales oprimidos
conocieron una eclosión
inusitada. No solamente
se trató de sacarse la
chaqueta y la corbata, o
el sombrero de pajilla,
sino de un marcado
cambio en las
costumbres.
En la radio ocurrió un
fenómeno similar,
reflejo y magnificación
de los defectos. Después
de la agitación
antidictatorial los
“espacios de
orientación” se
acogieron a un
editorialismo
altisonante que enturbió
la augural placidez
radiofónica. Al ganar
pujanza desde los
micrófonos, los partidos
contrajeron el
ideologismo a su
predicamento, de la
misma manera rumbosa en
que se precipitaron a
las calles tras las
congas electoreras, de
las que es ejemplo
perdurable “La
Chambelona”, surgida
cuando el Partido
Liberal se opuso por las
armas a la reelección
del presidente-general
Armando
Menocal
(1917). Ya existente al
inicio de la radio
cubana (1922), esa conga
multiuso, bataclán todo
terreno, lo mismo fue un
ritmo bailable que un
clarinazo de agitación
política. Sus
estribillos, que
sustituían nombres de
partidos, gobernantes y
candidatos —“nada hay
más parecido a un
liberal que un
conservador”—, fueron la
herencia sonora del
liberalismo criollo.
Caignet canalizó su
creatividad por los
espacios dramatizados
que ya daban excelentes
resultados a las
emisoras, una
ideologización desde
otro ángulo, el de la
compulsión al
consumismo. Los
radioteatros y las
radionovelas estimularon
la creación y ofrecieron
oportunidades al
movimiento artístico.
Fueron un escape para la
sensibilidad que
aspiraba a la
diferenciación. Entre
los guionistas del patio
que se enfrentaron al
radioteatro estaba
Caignet
con su peculiar narrador
y sus historias por
entregas. Se movía entre
emisoras y anunciantes
que participaban en un
quehacer todavía no
llamado cultural, pero
lo era de la misma
inadvertida manera que
razones sustanciales
escapan de quienes se
afanan en trascendencias
ilusorias y no captan lo
que sí resulta
trascendente. Había
llegado a La Habana en
la tercera década de
nuestra obstaculizada
república, cuando la
diferencia entre lo
popular y lo demás
—¿impopular?— no quedaba
tan esclarecida como lo
quisieran mentes sesudas
pero amantes del camino
trillado y la fruición
decantada. La naturaleza
expansiva de la
radiodifusión brindaba
posibilidades
democráticas en un
país donde cualquier
idea de equilibrio
afrontaba el
aturdimiento y la
deformación de las
estructuras. En cuanto a
las carreras
individuales, la
competencia era, como
ocurre en todos los
tiempos, la mejor rampa
de lanzamiento.
Ejemplo de esa demanda
en el ámbito artístico
sería el programa de
participación La
Corte
Suprema del Arte (CMQ,
1938),
imán al que
acudieron compositores,
cantantes, declamadores,
comediantes, imitadores
y aprendices de oficios
imprecisables. Sus
animadores buscaban
talentos en
conservatorios,
escenarios, timbas de
sonadores y carpas
orilleras. El medio
favorecía las
expresiones populares,
pero no negaba espacio a
las más elaboradas, en
una nación joven que
salía de una dictadura,
se sacudía el fracaso de
un movimiento popular y
atravesaba una crisis
económica llegada con la
marea para añadirse a
sus padecimientos
endémicos.
Caignet,
quien conservaba la
languidez romántica de
cuando escribía la
sección del corazón en
el diario El Sol,
esquivó el torniquete
aprobatorio o
descalificador de La
Corte
Suprema del Arte
porque traía su propia
carta de presentación,
la serie Chan Li Po.
Ansiaba trasmitirla
desde una emisora de
alcance nacional.
Mientras se preparaba
para el gran salto, no
se perdía los
espectáculos del Teatro
Martí, del Principal de
la Comedia, y deambulaba
por los “aires libres”
frente al Capitolio,
donde actuaba una famosa
orquesta femenina,
Anacaona. Allí frecuentó
la farándula, intentó
apropiarse el dinamismo
de la capital, el
tránsito, las calles,
los encuentros furtivos
en el Prado y en el
Parque de la
Fraternidad, sin que le
faltaran brindis con
quienes pudieran
ayudarlo. Todo ganaba su
interés y alimentaba sus
sueños.
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