Cantando entró El Goyo a
la vida, adornando con
sus pregones la
carretilla que su padre
arrastraba por las
calles en busca de
cartones y botellas. La
música fue entonces la
supervivencia y el
placer de la
improvisación. En el
Barrio de las Yaguas,
tampoco había límites
para el aprendizaje
cuando los tambores,
atrevidos, invadían los
sentidos al entrar sin
permiso por las hendijas
de la casa.
El baile llegó también
en medio del espanto de
los padres ante las
latas de chorizo con las
comidas mezcladas, el
alcohol y la hombría de
cuchillo fácil.
Antiguas culturas
corrían por las venas
secretas de la miseria y
el niño llenaba su saco
de yute con aquellos
ecos y el honor sagrado
del barrio pobre. Era el
camino profundo del
rumbero. Era también el
deslumbrante escenario
popular donde se
saboreaba la gloria de
cantarle a un Íreme
rodeado de hombres y
mujeres que llegaban al
espectáculo. Era Cuba
latiendo en su corazón.
Todas las ventanas se
abrieron de pronto en el
59, y la luz nos cegó
desdibujando los
colores, arrasando las
yaguas y proponiendo
nuevos lugares para
ocupar. El canto del
Goyo se hinchó con
nuevos aires, y el mundo
se abrió ante sus ojos
mientras una voz
profunda y antigua le
pedía más. Como los
viejos guerreros, abrió
los caminos, levantó el
arco y la flecha,
desbrozó el monte y en
un rayo de sangre subió
hasta lo más alto
proclamando un sueño.
Por eso ahora viaja
entre nosotros
conduciendo la mirada,
amigo, compañero y
ecobio.
Goyo, asere, ya no hay
quien te detenga.
Labé sabequé maribá
guañañongo ecombre
(El que manda, manda y
cartucho en el cañón).
Ecobio Gregorio
Hernández
Monina auerí
Ataún severán |