El lado frío de la almohada
(fragmento)
Belén
Copegui
Cuarta carta
Págs. 132-136
Todo
empezó a estropearse. No, no estoy pensando en la
irritación, ¿quién no conoce la irritación, cuando la
sierra eléctrica corta el hierro y hace brotar un arco
de partículas incandescentes que cubre la oscuridad? Es
el gasto, es el roce de las células de un cuerpo, porque
a veces dos se parecen a un cuerpo y son un organismo
vivo. Conocemos la irritación, sabemos que se disipa. En
segundos o en horas las partículas de fuego desaparecen
y con ellas una mínima parte de nosotros. No, no fue por
la irritación.
Sucedió de repente. Yo me dejaba llevar por él, él se
dejaba llevar por mí y no había más preguntas. No había
prisa. Pero aún no habíamos vuelto de nuestro primer
viaje cuando mordimos la manzana. Supongo que tuvimos
miedo de que alguno de los dos se adelantase. De que
alguno de los dos eligiera un lugar antes que el otro y
empezara a fijar el rumbo. Supongo que tuvimos miedo
precisamente por ser tan difícil elegir un lugar para
los dos.
¿Sabe
por qué llamo fragorosos a los sueños, a los suyos y a
los míos, señor director? Por el estrépito, sí, por el
estruendo, porque no dejan oír, así el mal tiempo en los
acantilados, y son confusos, así el fragor de la
batalla. Los sueños fragorosos no son los sueños de
quien aspira a comprarse tres vacas, a tener una tienda
o un hijo futbolista. No consisten jamás en lo concreto,
ni siquiera en lo fantástico concreto, que nos toque la
lotería o nos lleve a una estrella un platillo volante.
No son, tampoco, los sueños colectivos, el sueño de un
país que en el año 1992 estaba en quiebra y soñó con
salir adelante y avanzó hacia el lugar marcado por su
sueño. Los sueños fragorosos en cambio dicen: cuando se
haga la transición en Cuba yo..., y se abren los puntos
suspensivos y resuena el fragor de lo impreciso porque
los sueños fragorosos son iguales en Madrid y en La
Habana, en Copenhague y en Montevideo, dibujan el
contorno evanescente de una vida sin trabas, lejana,
extraordinaria, donde hacer daño a otro y darse cuenta
no fuera posible. Dibujan en su caso, tal vez, borrosos
horizontes de reconocimiento sin las servidumbres del
reconocimiento, o un confuso periódico en verdad
independiente, vigoroso, fiel a la verdad y al mismo
tiempo célebre, influyente, deseado, dibujan la
contradicción sin que se vea. Detrás del fragor aguardan
sus contrarios pero no se distinguen, porque si se
distinguieran dejarían de ser sueños de los que sólo
oímos el murmullo para ser la prosa didáctica y vulgar
que esos sueños aborrecen, la prosa que debería explicar
cómo puede darse una explotación del hombre por el
hombre mala y una buena, una injusticia mala y una
buena.
Yo
tuve un novio, o algo parecido. Podría haber olvidado
Cuba y vivir ahora con él, ir ascendiendo un poco en la
asesoría fiscal, disfrutar comprando muebles y viendo el
vídeo o la televisión cuando cae la noche. Si Cuba no
existiera yo podría haber vivido con Eduardo comprando
deuvedés y con los sueños. Pero existe Cuba que es como
decir que existe la posibilidad de actuar. La
posibilidad de un sitio no sometido a la lógica del
beneficio que siempre lleva aparejada la lógica de la
beneficencia. Con todas sus limitaciones, claro. Con el
conflicto y el error que están dentro de la isla y con
la presión que está fuera. Porque Cuba no es un paraíso
ni podrá serlo nunca. No hay paraísos en la tierra, no
hay cielos en la tierra sino tierra en la tierra.
Yo
podría haber vivido con Eduardo comprando deuvedés si la
revolución cubana no existiera. Y en los momentos del
absurdo, al exprimir al emigrante, al consolar al
despedido, al sonreír al poderoso, al acumular y al
temer, me calmarían los sueños, los suyos y los míos
señor director. Porque usted también fue de izquierdas,
dicen, y quiso no vivir a costa de otros. Pero es así
como vivimos. Nosotros a costa de otros, y otros a
nuestra costa, más a la mía que a la suya, si me lo
permite. Fuimos de izquierdas y vivimos para siempre
como si fuéramos de derechas, qué importa a quién
votemos si el criterio sigue siendo que algunos hombres
y algunas mujeres vayan a caballo de otros hombres o de
otras mujeres. No es romántico, eso. Es más bien
vergonzante y puede hacernos tener mala conciencia.
Claro que a lo mejor usted ya es de derechas y yo no
logro imaginar bien la cabeza de un hombre de derechas.
Pero no se cambia nunca por completo precisamente porque
cambiar implica permanecer, el triángulo cambia sólo si
sigue siendo triángulo, si se convierte en luna ya no
cambia, deja de ser, desaparece y viene el astro en su
lugar. Pero si el hombre deja de ser, muere, por eso
sólo cambia a trozos, sólo unas partes cambian y otras
continúan. De la mala conciencia que aún pueda quedarle,
le diré que es inútil. No hay rebelión en ella porque la
rebelión tendrá que venir de quienes nos soportan bajo
sus hombros o de que fuéramos nosotros capaces de
expulsar a los que pesan sobre los nuestros. Y no lo
haremos, señor director.
Vivir
con Eduardo comprando deuvedés a caballo de otros y
siempre con un miedo de fondo a perder posiciones, a
caer. Una vida triste si bien se mira pero se trata de
no mirarla bien, se trata de tomar la realidad como un
tablero de damas del que se hubieran quitado los
cuadrados negros. Y para no ver la ausencia, los
agujeros, el cerco que dejó el marco en la pared, para
eso están los sueños.
Parece
complicado; sin embargo es sencillo, señor director.
Bastante más sencillo que el avión turbo I. Porque hacer
ese avión significa estar del todo ahí, en la mesa, el
papel desplegado y el manual abierto. Estar en el
presente haciéndose cargo de cada movimiento. En cambio
usted y yo elegimos no residir nunca del todo. Por eso
no lloramos señor director.
El
amor es un pacto incierto. Hay combinaciones duraderas.
No obstante, se suele estropear y llorar no es
necesario. Los astutos no lloran, señor director. Pueden
llorar por fuera, pueden gemir y sollozar, pueden
temblarles los labios pero por dentro saben que no
perdieron. Que no perdieron porque no entregaron. Porque
en lo más íntimo, en lo que sólo a ellos pertenece
tampoco entró el amor y siguen a la espera, y anhelan el
momento en que la vida por fin se cumplirá.
No se
cumplirá nunca, señor director. Lo digo con asombro y
desconcierto. Intentas mantener las cosas en orden y un
día te das cuenta de que no lo harás. Veintiocho años es
pronto para darse cuenta. O quizá no. Quizá usted
también lo supo a los veintiocho años. ¿Qué hizo luego?
Hizo como que Cuba no existía y, en medio del desorden,
avanzó tomando posiciones. Se hizo fuerte para vivir
bajo la ley del más fuerte escondiendo en sus sueños, en
el lado más frío de la almohada, su debilidad.
Entretanto, de vez en cuando, si se le presentaba la
ocasión, escribía un texto o firmaba un manifiesto donde
solicitaba que la revolución cubana dejase de existir.
Para usted no fue difícil. Para mí es imposible.
Descalza, pisa su suelo; en su reproductor de cedés,
hace que suene esta vieja canción: “¿Dónde pongo lo
hallado en las calles, los libros, las noches, los
rostros en que te he buscado?”
Laura
Bahía
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